¡Que desafío!
¡QUE DESAFÍO!
Lo viví en carne propia, por eso sé cómo se sienten todos aquellos que experimentan en su vida la punzada dolorosa del rechazo por el error que, con razón o sin razón, cometieron. Ese dolor es más intenso cuando el repudio viene de aquellos que profesan nuestra misma fe, de los que se suben a los púlpitos a hablar de amor, consuelo y solidaridad y que han sido llamados por Dios para sanar y confortar. Este rechazo doloroso produce una herida más profunda que la del mismo pecado cometido ya que, por cuenta de líderes y pastores que ignoran su compromiso restaurador, pone en tela de juicio el incondicional amor de Jesús.
Un grito desesperado
Si hay una palabra que reúna en sí misma toda la extensión del ministerio del Señor Jesucristo, es «restauración» y es lo que el mundo pide a gritos. Por eso, el liderazgo cristiano de todos los tiempos tiene que apuntar en esa dirección: no solo compartir el mensaje de Jesús, sino hacer todo lo que él hizo con la gente que lo seguía y lo rodeaba. Su ministerio se resume en un proceso de restauración personal y familiar.
El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel; a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová, y el día de venganza del Dios nuestro; a consolar a todos los enlutados; a ordenar que a los afligidos de Sion se les dé gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado… Isaías 61.1–3
Este texto del profeta Isaías expresa las características del ministerio de Jesucristo y fue reiterado por él mismo en Lucas 4.18 y 19; además, describe claramente los factores que integran nuestra labor como siervos de Dios, comprometidos con el rescate de la humanidad. Este trabajo implica dos dimensiones que apuntan a un mismo propósito: por un lado, restaurar al mundo perdido en el pecado y por otro, restaurar al creyente que ha caído.
Un trabajo multifacético
Por lo general los nuevos creyentes tienen algo en común: su llegada a la iglesia ocurre luego de haber recorrido un camino plagado de angustias, conflictos, traumas y otros golpes que les han causado heridas emocionales. Las personas llegan espiritualmente vacías y sin ninguna esperanza. Además, el rechazo y la indiferencia a su necesidad es lo único que han recibido del mundo. Es por esa razón que la predicación del evangelio debe ser para ellos el bálsamo que suavice el dolor que los carcome por dentro, debe ser la luz que les ilumina el camino para encontrar que, al final del túnel oscuro de sus penas, existe la posibilidad de superar el fracaso y empezar a vivir con una nueva esperanza centrada en Jesucristo. Alguien dijo que la iglesia debía mirarse como un hospital para atender a los heridos del alma. Todo proceso evangelizador y de edificación cristiana debe atender esta condición de los seres humanos.
Cuando la iglesia no maneja bien su razón de ser y de estar en el mundo, cae en la triste y peligrosa posición de ver a las personas como un número más. Conozco iglesias que han llegado a esta lamentable situación, donde pastores y líderes luchan por ganar a las personas para que estas contribuyan con su presencia al alcance de sus metas, buscan llenar templos y coliseos solo porque así está establecido en un cronograma o en un programa. En casos como estos se vive una especie de «carnicería espiritual por las almas», la cual ignora las profundas necesidades espirituales del nuevo creyente y lo convierte en una estadística que suma al grupo y alimenta impresionantes informes. Conozco a muchos que han sido tratados de esta manera y han salido de la iglesia con heridas y dolores más intensos de los que les agobiaban cuando llegaron.
Sin duda la iglesia está llamada a rescatar a los perdidos de las garras del diablo pero después de esto, lo más importante es «restaurar» a cada individuo y a cada familia de las heridas recibidas. La tarea por delante es ayudarlo a encontrar sentido a la vida, ubicándolo en la perspectiva de un panorama mejor que contribuya a dejar el pasado, disfrutar el presente y conquistar el futuro. La iglesia primitiva manejó este principio «teniendo favor con todo el pueblo» (Hch 2.47). Tener favor con todo el pueblo significa ser solidarios con su necesidad espiritual. Esta solidaridad se asocia con la disposición del pastor y el líder para restaurar.
Misericordia para con los caídos
Junto a la restauración de los nuevos creyentes, la labor de la iglesia y su liderazgo debe apuntar al cuidado de aquellos que, habiendo recorrido el camino de la fe, han caído. Esto solo es posible cuando pastores, líderes y la congregación en general se mantienen distantes del espíritu de condenación. «Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él.» (Jn 3.17)
Alejemos de nuestra mente, y especialmente del corazón, la malsana tendencia de condenar al caído. La iglesia no ha sido establecida por Dios para accionar de esta manera; por el contrario, nuestro compromiso como parte del cuerpo de Cristo, es contribuir con la sanidad y el consuelo del herido y quebrantado de corazón. Bastante tiene ya la persona aprisionada en la depresión y el fracaso porque el pecado le ha roto su vida en pedazos. No hace falta que lleguemos nosotros a dispararle en su corazón el tiro de gracia. A quienes acostumbran asumir esta conducta implacable, llámese pastor, líder o miembro «X», bien les haría recordar constantemente las palabras del apóstol Pablo a los Corintios: «Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga.» (1Co 10.12)
Jesús: un modelo digno de imitación
Jesús fue y sigue siendo, por excelencia, un restaurador. Un ejemplo de esa actitud se encuentra en el relato de la mujer adúltera que es llevada ante él por un grupo de escribas y fariseos acusadores. Estos malintencionados hombres no solo querían aplicar la ley (que la mujer fuera apedreada), sino también que el Maestro cayera, para acusarlo. Podemos leer la historia en el capítulo 8 de Juan. Notemos lo que Jesús hace:
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No se deja presionar por los acusadores
«Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo.» (Jn. 8.6b):
La tendencia humana es arremeter contra la persona para señalar, acusar y condenar al que ha protagonizado el error. Nos involucramos con los que la ponen en evidencia y nos creemos limpios y autorizados para hundirla en la prisión de las conjeturas. Estas incluyen el chisme, la murmuración y el rechazo, esa cárcel implacable que fabricamos los seres humanos para sentenciar a nuestros semejantes. Jesús, por el contrario, se tomó el tiempo necesario para meditar. Y aunque nadie ha podido precisar qué escribió Jesús en la arena, sí podemos confirmar que, mientras lo hacía, su corazón se estaba preparando para mirar a la condenada como una mujer que merecía una oportunidad de ser perdonada y restaurada. -
Confronta a los acusadores
«El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.» (Jn 8.7):
No hay restauración sin confrontación, pero en el proceso, los primeros que deben confrontarse a sí mismos son quienes poseen la tendencia a señalar a los demás, a mirar a sus hermanos y otras personas cercanas para identificar los errores que les sirvan de argumentos para condenarlos. Los escribas y fariseos se fastidiaron al ver la tranquilidad de Jesús escribiendo en la arena. Por eso insistieron en sus acusaciones, pidiéndole que hiciera algo. Esta actitud le sirvió al Maestro para ver en ellos pecadores ocultos detrás de la máscara de legalismo y les lanzó la frase que los obligó a confrontar la suciedad de su conciencia. Esto me hace recordar otras palabras de Jesús que nos desafían a pensar en la necesidad de auto-examinarnos antes de levantar el dedo acusador contra otros: «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os serás medido.» (Mt 7.1 y 2) -
Espera estar a solas con la acusada para restaurarla
«…y quedó solo Jesús y la mujer que estaba en medio. Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?» (Jn 8.10):
Otra inclinación humana es llevarlo todo a las dimensiones del escándalo. Disfrutamos divulgando las fallas de los demás, ponerlos en el escarnio público y demostrar lo «radicales que somos con el pecado» cuando no estamos en los zapatos de ese pecador que lleva encima el peso de su falta. Conociendo en su corazón el pecado de la mujer y sabiendo que era merecedora de castigo, Jesús hubiera podido armar una confrontación escandalosa e incluso, haber llevado a la mujer, con la ayuda de los fariseos que la acusaban, delante del resto del pueblo para ponerla en evidencia, mientras cada uno se daba el gusto de arrojarle una piedra. Pero él no actuó así. En su corazón, sintió misericordia y compasión hacia aquella mujer y en cuanto estuvo a solas con ella no solamente la confrontó, sino que también la sanó. -
Le brinda una nueva oportunidad a la mujer en señal de perdón
«Ni yo te condeno; vete y no peques más.» (Jn 8.11b):
He vivido tantas experiencias de acusaciones, señalamientos y condenaciones provenientes de pastores y líderes, que muchas veces me pregunto si ellos han leído alguna vez este texto, empero, por su conducta implacable e inmisericorde prefiero concluir que no lo han hecho. Estos hombres y mujeres andan al acecho de pecados entre los hermanos para darle rienda suelta al espíritu de condenación que llevan por dentro, y encuentran satisfacción viendo a otros revolcarse en las mazmorras de su acusación. Pero Jesús, ese que vino a dar libertad a los cautivos, se remite a la posición correcta del restaurador, es decir, aborrecer al pecado pero amar al pecador. Por eso le da una nueva oportunidad a la mujer, diciéndole: «ni yo te condeno». En otras palabras, le dice: «disfruta tu restauración». ¡Maravilloso amor el de Jesús!
Hacia un ministerio restaurador
La conducta de Jesús ante el necesitado espiritual debe constituir un desafío para nosotros, como pastores y líderes. Leemos en Isaías 61.4: «Reedificarán las ruinas antiguas, y levantarán los asolamientos primeros, y restaurarán las ciudades arruinadas, los escombros de muchas generaciones.» El Señor está describiendo el compromiso que tenemos delante de él de contribuir al rescate y a la renovación de familias enteras para conquistar ciudades destinadas a su Reino. El llamado es, en otras palabras, a desarrollar un liderazgo de restauración personal. No obstante, este debe proyectarse a ganar la familia a la cual pertenece ese individuo.
Como soy un enamorado del trabajo celular para la difusión del evangelio de Cristo, creo que los grupos en los hogares deben ser esos centros de restauración. No solo contribuyen al crecimiento numérico de la iglesia madre, sino que apuntan a la transformación espiritual de las personas y de familias enteras, que encuentran en la comunión con sus hermanos el consuelo y la sanidad que sus almas piden a gritos. En mi opinión, las congregaciones que no están implementando la estrategia celular deben constituir a la misma iglesia en centro de restauración, pues el compromiso, desde todo punto de vista, es convertir en realidad las palabras de Hebreos: 12.12 «Por lo cual, levantad las manos caídas y las rodillas paralizadas; y haced sendas derechas para vuestros pies, para que lo cojo no se salga del camino, sino que sea sanado.» Esto es restauración.