Cuando
Había viajado en autobús cinco horas bajo el sol abrasador para cumplir con mi primera asignación como seminarista: predicar en una iglesia de otra ciudad. Los ancianos, todos vistiendo camisas blancas, me recibieron en el frente de la sencilla iglesia del pueblo con estas palabras: "El encargado de la parte de adoración se fue de campamento y no tenemos organista". No parecía un buen comienzo.
Del asiento trasero del auto saqué mi saco, el maletín y unos pantalones para cambiarme antes del culto. No corría nada de aire. Entré en el cuarto contiguo a la capilla para prepararme para la adoración. "Mmmm, no hay ventilador", pensé, pero encontré la solución. Dejé abierta la puerta que daba al fondo y apenas abierta la que daba al santuario.
Quitándome los pantalones arrugados por el viaje, murmuré: "Bueno, así por lo menos corre algo de aire". En ese momento, una ráfaga de viento abrió por completo la puerta interior. Me encontré en calzoncillos y a plena vista de la familia sentada en el primer banco. A los tropezones llegué hasta la puerta y la cerré rápidamente.
Cuando entré a la capilla para comenzar la reunión, ya me veía venir las risas sofocadas. Turbado y desconcertado comencé a predicar mí primer sermón. Sorprendentemente, la familia del primer banco no sólo controló su risa sino que me invitaron a almorzar con ellos.
Me alegro que esto jamás me volvió a ocurrir, pero aprendí algo ese día: Mis fallas siempre están visibles cuando predico. Soy vulnerable e imperfecto. En una era de expectativas elevadas y comparaciones desfavorables con predicadores famosos y experimentados, es necesario tener buen sentido del humor y aceptar mis limitaciones cada vez que acepto la gran responsabilidad de presentar la Palabra de Dios a otros.
"Yo soy de Pablo y yo de Apolo, pero a mime gusta más Billy Graham". Si Pablo escribiera a los corintios hoy en día, quizá eso es lo que les diría. Salí del seminario pensando que para los hermanos de esta pequeña iglesia yo sería otro Billy Graham. Sin embargo algo salió mal. Me era imposible hablar como él.
Procuraría ser, entonces, como el predicador dinámico que me precedió en la primera iglesia a donde me asignaron. Fallé también. Además de eso, me sentía oprimido por la agobiante responsabilidad de ser un vocero de Dios. Por cierto que no sonreía: era un asunto demasiado serio, y no me sentía capaz de realizar la tarea. Pronto comencé a comprender que, según algunas normas corrientes, la predicación no era mi mejor don.
A través de los años, sin embargo, he aprendido a aceptar el hecho de que no soy un gran predicador y que, probablemente, jamás lo seré. También he aprendido que puedo ministrar efectivamente a pesar de eso, pero he tenido que cambiar algunas de mis ideas acerca de la tarea. Descubrí que mi sentido de fracaso lo produjo el hecho de procurar acomodarme a un molde creado en algunas de las clases sobre sermones; en otras palabras, procurar ser algo que no soy. Jamás pude predicar sin tropiezos leyendo un manuscrito, por ejemplo. No soy un gran exegeta del griego o del hebreo, ni tampoco me siento cómodo predicando en un nivel demasiado sencillo. (Uno de nuestros libros de textos decía: "No tomen nada por descontado", refiriéndose a la ignorancia espiritual de los oyentes). Sin embargo. he predicado algunos sermones conmovedores; nada que produjera aplausos, pero a veces se me ha dicho que un sermón ha sido de ayuda para algunas personas. Otras veces me he sentido satisfecho al ver los rostros de los oyentes o sus comentarios mucho tiempo después, y ver que lo habían aplicado a la vida diaria.
Estas son algunas cosas que he aprendido acerca de la predicación, aun cuando no ha sido mi fuerte.
1. Procuro recordar que no soy el único sobre el escenario. Toda la congregación está sobre el escenario delante de Dios. Tener eso en mente ayuda a compartir la responsabilidad, y me mantiene alerta para observar cómo Dios habla en formas no verbales. En ocasiones, algunos pacientes de un instituto mental cercano asisten a nuestra iglesia. Un domingo, mientras yo predicaba, uno de ellos, llamado Samuel, se adelantó hasta el primer banco. Me distraje un poco, y se me cayó el bosquejo. El se acercó, lo levantó, me lo alcanzó y volvió a su asiento. Fue una sensación muy extraña. La congregación trató de mostrar interés en mi sermón, pero sus ojos estaban fijos sobre Samuel.Después de la reunión, Samuel dijo que se había adelantado para demostrar que el pastor y la congregación tienen que estar y trabajar juntos, que no se debe depender exclusivamente del pastor. El transformó mi torpeza en una afirmación elocuente.
2. Predico mejor en tono conversacional. Dejo la proclamación en voz muy alta a otros que han sido bendecidos por Dios al predicar de esa manera. Cuando yo lo probé, mi predicación sonaba forzada y artificial. Me alentó recordar que los cursos sobre predicación se llaman "homilética", de homilía, la clase de discurso íntimo y personal, para los hermanos y hermanas en la fe. La palabra kerygma se refiere a la proclamación, otra clase de prédica que requiere, quizá, un don diferente.
3. Predico usando bosquejo. Predicando con la ayuda de un bosquejo me permite más contacto visual con la congregación. Ya que mi fuerte no es la oratoria o la fuerza de las frases, me conviene resaltar lo que es en verdad positivo en mi estilo: el tono íntimo y personal. Me siento inhibido si predico leyendo un manuscrito. El utilizar sólo un bosquejo promueve una atmósfera sin tensiones, donde se habla de corazón a corazón.
4. Dependo de la sinceridad más que de la persuasión potente. Tengo que ser yo mismo. ¿Qué otra cosa puede ser? La congregación se da cuenta enseguida cuando uno es falso, de modo que no trato de predicar imitando a otro. Aun cuando Samuel se adelantó y me ayudó con el bosquejo, procuré mostrarle amor en esa situación inusual, agradeciéndole, no manteniendo un decoro falso al hacer de cuenta que el incidente no había ocurrido. Siendo natural y exhibiendo una vida de amor, se da mas peso a las palabras que las frases bien preparadas de alguien que evidentemente está actuando.
5. Utilizo abundantemente mis propias experiencias. Trabajé ocho años en el comercio antes de entrar al pastorado. Ese tiempo no fue una pérdida. Aquellos años me proveyeron una riqueza valiosa de experiencias. Las actividades de la vida, tales como el ser padres, esposos y miembros de la comunidad, constituyen un tesoro de aplicaciones prácticas. Aunque algunos predicadores son renuentes a mencionar sus experiencias personales en la predicación, yo encuentro que la congregación recuerda mejor, precisamente, esos ejemplos.
6. Hazte amigo de ellos. Ningún predicador televisivo puede tomar contacto con las vidas de la congregación como lo puedes tú. No descuidar las relaciones personales en la semana es invertir en la efectividad de tu predicación. Podemos tomar contacto con individuos fuera del pulpito y de esa forma nuestra prédica se torna personal.
Dos ocasiones, cuando prediqué, se destacan en mi memoria. Recuerdo el día que subí los escalones hasta el pulpito para predicar por primera vez en mi iglesia natal. Tenía pánico. A través de los años había penetrado en cada rincón y escondrijo de ese edificio, pero jamás me había atrevido a subir al pulpito. Sin embargo, allí estaba, temblando. Recuerdo también la vez que prediqué desde un pulpito que tenía un palco al costado. En el interior del paleo, y mirándome fijo a la cara, estaban todos los líderes y ancianos de la congregación. No había ni niños, ni familias, ni damas: sólo líderes y ancianos mirándome fijamente. Parecían escépticos. Yo estaba convencido que me estaban poniendo a prueba.
Desde esos primeros días de turbación he aprendido que ningún pulpito o grupo de personas es inaccesible. Si estamos llenos del Espíritu Santo no sólo podemos suplir cualquier pulpito sino que, Dios mediante, podemos satisfacer las necesidades del anciano más tozudo y escéptico.
Apuntes Pastorales, Volumen VI – Número 2